
Queríamos cambiar el mundo
Artículo redactado por Alberto Vásquez Encalada, presidente de Sodis. Traducción no oficial de Esperanza Villafuerte.
5 de setiembre de 2025
En los últimos veinte años he crecido junto al movimiento de discapacidad, alternando entre funciones en el gobierno, la sociedad civil, la academia y la incidencia internacional.
Esto me ha llevado por caminos inesperados: he visitado escuelas inclusivas en Canadá y Moldavia, instituciones psiquiátricas en Zambia y Kuwait, e incluso he viajado a Corea del Norte. Conocí a personas que había admirado desde hace tiempo, como la fallecida Judy Heumann y Kalle Könkkölä.
En ese recorrido, he cambiado, y también las personas que conforman nuestro movimiento. Nos hemos vuelto más profesionales y cada vez más entrelazados con las mismas instituciones que antes buscábamos transformar.
Y en medio de esto, me preocupa que algo más haya cambiado: el entusiasmo que alimentó la defensa en los primeros años se ha desvanecido. La maquinaria de la “inclusión de la discapacidad” se ha impuesto, y gran parte de nuestra misión original se ha diluido.
“Pensábamos que cambiaríamos el mundo”
Hay una película italiana a la que suelo volver: C’eravamo tanto amati (Nos habíamos amado tanto). Sigue a tres amigos, ex partisanos de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, que se reencuentran años después para descubrir que el tiempo ha erosionado sus ideales compartidos. Uno reflexiona con desilusión: “Pensábamos que cambiaríamos el mundo, pero el mundo nos cambió a nosotros”.
Esa frase me rondaba la cabeza el pasado diciembre, cuando me alejé del trabajo en derechos internacionales de las personas con discapacidad que había definido la última década de mi vida.
Necesitaba un cambio. Y no podía evitar preguntarme: ¿habíamos cambiado el mundo en algo, o solo aprendido a vivir con él?
La necesidad de profesionalizarse
Cuando comencé a trabajar en el sector de la discapacidad en Perú, estaba concluyendo la negociación de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) de la ONU. Adoptada en 2006, fue el primer tratado internacional integral para reconocer y proteger los derechos humanos de las personas con discapacidad a nivel global.
El mensaje era el mismo en todas partes: para aprovechar esta nueva oportunidad, el movimiento debía profesionalizarse.
Teníamos que convertirnos en expertos en políticas públicas, capaces no solo de explicar la CDPD y sus obligaciones a funcionarios gubernamentales, sino también de diseñar, implementar y evaluar nuestras propias iniciativas para influir en leyes y estrategias nacionales. El objetivo era superar las victorias aisladas y pasar a un enfoque más sistémico del cambio.
Como joven abogado, sentí que había llegado en el momento justo. Y durante años seguí un plan conocido: sumergirme en las normas internacionales, promover reformas legales y planes de acción nacional, liderar procesos de fortalecimiento de capacidades, monitorear avances, interactuar con mecanismos de la ONU.
Dominamos el lenguaje de los tecnócratas, asistimos a reuniones, construimos bases de evidencia y defendimos nuestra causa. Aprendimos a ser prudentes, porque queríamos que nos tomaran en serio.
El costo de la profesionalización
La profesionalización también exigía formalización. Asegurar recursos y legitimidad implicaba crear estructuras formales, planes estratégicos y resultados medibles, lo que favorecía a quienes tenían la educación, las habilidades y las conexiones adecuadas.
El profesionalismo no es neutral: refleja normas occidentales, blancas, capacitistas, capitalistas y patriarcales. Muchos activistas de base encontraron cada vez más difícil acceder a financiamiento o incluso participar en discusiones clave.
Surgió una nueva élite: más pulida y sofisticada, pero también más distante de las comunidades que debía representar. Mientras tomábamos las riendas, muchos quedaron sin un lugar para aportar.
Con el aumento de abogados en el movimiento, solía bromear que el modelo social estaba siendo reemplazado por el modelo legal de la discapacidad. Hoy, ya no me parece una broma. Lo que antes giraba en torno a la experiencia vivida y la lucha colectiva, ahora se centra en marcos legales y en la incidencia institucional.
Entrar por la ventana, no por la puerta
No me malinterpreten: la reforma legal importa. De todo lo que he hecho, la reforma de la capacidad jurídica en Perú es lo que más destaca.
Fue la primera reforma importante en el mundo que reemplazó la tutela por el apoyo en la toma de decisiones. Esto significó reconocer que todas las personas con discapacidad tienen derecho a tomar decisiones vinculantes sobre sus propias vidas y a recibir el apoyo que necesiten, en sus propios términos. La experiencia peruana ha servido de modelo para otros países, como Colombia, España y México.
Pero a pesar de este avance, su fragilidad es evidente. Implementarla ha sido una lucha cuesta arriba, sin un cambio cultural, voluntad política ni respaldo social amplio. Las personas con discapacidad somos increíblemente ingeniosas. Encontramos maneras de crear oportunidades, de colarnos por la puerta trasera y de impulsar reformas, incluso las que antes parecían imposibles.
Pero cuando entramos por la ventana en lugar de por la puerta principal, no pasa mucho tiempo antes de darnos cuenta de que no tenemos el poder para garantizar que esas reformas se mantengan. Incluso las más celebradas pueden revertirse en silencio.
Desconexión entre política y progreso
Las reformas políticas a menudo se tratan como un éxito en sí mismas. Pero ¿cuánto de lo que nos propusimos realmente ha cambiado la vida de las personas con discapacidad? Si preguntas a un líder de una organización global, a un funcionario de la ONU o a un activista de base, probablemente obtendrás tres respuestas muy distintas.
Esta desconexión me quedó más clara mientras contribuía al Informe Global sobre Inclusión de la Discapacidad 2025. El informe explora cómo avanzar en la inclusión de la discapacidad en medio de desafíos globales y muestra que, aunque ha habido importantes avances legales y políticos, las realidades cotidianas de muchas personas con discapacidad apenas han cambiado.
Por ejemplo, los logros en educación inclusiva y protección social suelen ser limitados, desiguales o mal implementados. En sectores clave como salud, empleo y cuidados, las brechas persisten o incluso se amplían. Y parte del progreso existe solo en el papel: los marcos pueden parecer compatibles con la CDPD, pero la aplicación es débil y las experiencias diarias siguen igual.
Dejaron de creer en el cambio
Claro, el cambio es lento. Pero no estoy convencido de que ese sea el problema principal. Siento que nos hemos alejado de nuestra misión.
La maquinaria de la “inclusión de la discapacidad” ha tomado el control y se mueve a su propio ritmo cómodo. Quienes se organizan en el terreno —los que sienten una verdadera urgencia— con demasiada frecuencia son marginados. Y dentro de esa maquinaria, me preocupa que muchos hayan dejado, en silencio, de creer en el cambio, resignándose a hacer simplemente lo que sus funciones demandan.
Al escuchar a colegas, y a veces a mí mismo, me preocupa que nos hayamos conformado con compromisos compatibles con la CDPD, olvidando lo que realmente significaban. Las personas del ámbito de la justicia para las personas con discapacidad —quienes enfatizan la liberación colectiva— lo han señalado desde hace tiempo: los derechos no son justicia, y las leyes y políticas no pueden sustituir una transformación sistémica.
La política no vive en un vacío. Necesita presión, movilización y rendición de cuentas para convertir las palabras en acción. Necesita movimientos de personas con discapacidad fuertes: personas que se organicen cuando los servicios fallen, que se movilicen cuando las instituciones no cumplan, y que protesten cuando las leyes sean ignoradas. Sin ellas, incluso las reformas más progresistas quedan vacías de significado.
Tomar posición sobre Palestina
Si hubo un momento que me hizo ver la profunda división entre la defensa institucional y la organización con propósito que alguna vez definió nuestro movimiento, fue al solidarizarme con Palestina.
Tras el 7 de octubre de 2023, mientras los ataques israelíes se intensificaban en Gaza y Cisjordania, la mayoría de la comunidad internacional de personas con discapacidad eligió el silencio. Las Organizaciones de Personas con Discapacidad (OPD) y las ONG internacionales temían perder financiamiento o aliados. Los mecanismos y agencias de la ONU también, en su mayoría, se mostraron indiferentes, incluso cuando la creciente evidencia apuntaba a un genocidio.
Mientras los líderes institucionales se demoraban, muchas personas de la comunidad de justicia para personas con discapacidad respondieron —algunas recaudando fondos, otras organizando boicots—. Junto con un grupo de colegas organizadores y defensores, redactamos una declaración pública para cuestionar el silencio en la comunidad de derechos de las personas con discapacidad y exigir acción. Como nos recordó Alice Wong, la liberación palestina es justicia para las personas con discapacidad.
Desde entonces, hemos apoyado a la Coalición Palestina de Discapacidad y a otros grupos palestinos. Incluso ahora, mientras Israel mata de hambre a Gaza, la mayoría de los actores institucionales sigue mirando hacia otro lado: rehusándose a hablar, sin voluntad de actuar o silenciando las voces palestinas.
Como afirmó recientemente la activista palestina con discapacidad Shatha Abu Srour en el Parlamento Europeo:
“Todo el mundo sabe. Todo el mundo tiene el conocimiento. Todo el mundo puede obtener ese conocimiento. El problema es que sabemos, pero elegimos aparentar que no lo sabemos.”
Esto no se trata solo de justicia para Palestina. Plantea una pregunta fundamental: ¿qué representa realmente el movimiento por los derechos de las personas con discapacidad?
Solidaridad para todos, dinero para algunos
En la última Cumbre Mundial sobre Discapacidad en Berlín, no pude evitar alzar una ceja cada vez que una ONG multimillonaria pedía a los gobiernos más “solidaridad” ante los recortes de financiamiento.
Primero, porque la solidaridad rara vez es lo que impulsa a los gobiernos —normalmente lo es el interés propio—. Y segundo, porque estas ONG operan en una realidad completamente distinta a la de las organizaciones de base, a las que destinan muy pocos fondos para empezar. ¿Qué solidaridad han mostrado con las OPD?
La mayoría de las OPD viven en una precariedad constante, sobreviviendo con financiamiento a corto plazo y basado en proyectos. Muchas se ven obligadas a cambiar sus prioridades para adaptarse a las expectativas de los donantes en lugar de a las necesidades de la comunidad.
La ayuda internacional y la filantropía global pueden contribuir sin querer al problema, alimentando la competencia por la solidaridad. Grupos que deberían trabajar juntos terminan compitiendo entre sí. El control de acceso prolifera, los jóvenes activistas son desplazados, las coaliciones se rompen. La supervivencia se vuelve lo primero. Y se crea un incentivo perverso para reportar resultados positivos, incluso cuando sabemos que el vaso está medio vacío.
El resultado: un movimiento de personas con discapacidad que se siente cada vez más transaccional y menos arraigado en la misión o la solidaridad.
El ascenso profesional reemplaza la acción colectiva
Si la profesionalización ha drenado al movimiento de su urgencia, también lo ha hecho de su gente.
Demasiados activistas quedan atrapados en un ciclo donde el ascenso profesional reemplaza a la acción colectiva. El camino a menudo va de activista a personal de ONG, de personal de ONG a consultor, y de consultor a donante o funcionario de la ONU.
En muchos sentidos, es comprensible. Para las personas con discapacidad, estos roles suelen ser de los pocos caminos hacia un ingreso decente y estabilidad laboral. También ofrecen una forma de apoyar al movimiento desde dentro del sistema. Yo mismo he hecho ese recorrido.
Pero en algún punto, el activismo en sí se volvió subvalorado. Ahora, el activista ideal se considera el que navega espacios institucionales o redacta informes de política pública, en lugar del organizador guiado por la misión.
Viviendo en Ginebra, me han dicho más de una vez que es hora de establecerme, de dejar de poner mi energía en espacios activistas y solicitar, de una vez por todas, un buen trabajo en la ONU. Y he visto a muchos jóvenes creer esa historia.
Al final, perdemos a nuestros mejores organizadores y entregamos la agenda a los “expertos”.
La experiencia técnica no debe definir nuestros movimientos
Esto no es un rechazo al trabajo de políticas o al financiamiento. Ambos son necesarios. He visto de primera mano el valor de iniciativas como el programa de becas del Center for Inclusive Policy, que apoya a personas con discapacidad del Sur Global a desarrollar habilidades de incidencia política.
Pero no todos necesitan seguir ese camino. La experiencia técnica por sí sola no debe definir nuestros movimientos ni quitarles poder. En el mejor de los casos, la profesionalización debería ofrecer nuevas herramientas para luchar de forma más efectiva.
Lamentablemente, en muchas organizaciones de discapacidad, el personal profesional no ha reforzado el rol de los activistas de base: lo ha absorbido. Como resultado, la defensa se ha vuelto más institucionalizada, más técnica, menos confrontativa y menos responsable ante quienes dice representar.
También debemos ser honestos sobre las limitaciones y complejidades de la organización de base: es desordenada, fragmentada y a menudo con pocos recursos. Pero justamente por eso necesitamos un ecosistema donde las organizaciones formales con estructuras profesionales apoyen genuinamente —y no reemplacen— el liderazgo de base.
Nuestro movimiento necesita personas que se nieguen a aceptar la injusticia o conformarse con un cambio simbólico; personas que se organicen, protesten, interrumpan y reimaginen el mundo que les rodea. Personas que no esperen una convocatoria de propuestas ni adapten sus demandas a las agendas institucionales. Personas que saben que estar cerca del poder no es lo mismo que tenerlo.
El futuro ya pasó
Hay otro momento en C’eravamo tanto amati que me viene mucho a la mente estos días. Gianni, el idealista convertido en abogado que eligió la riqueza sobre los principios, reflexiona: “El futuro ya pasó, y ni siquiera nos dimos cuenta.”
En los últimos veinte años, el mundo ha cambiado —política, económica y ambientalmente—. El panorama para las organizaciones de derechos humanos y los movimientos sociales ha cambiado drásticamente. Y en los últimos meses, parece que todo se está desmoronando. Sin embargo, gran parte del movimiento de discapacidad sigue usando el mismo guion, como si el suelo bajo nuestros pies no hubiera cambiado.
La CDPD nos dio una hoja de ruta, y sus mecanismos han ayudado a movilizar voluntad política. Pero también han mantenido gran parte de nuestra incidencia enfocada hacia adentro: encerrada en marcos legales, procesos técnicos y negociaciones institucionales.
A pesar de nuestro lenguaje basado en derechos, seguimos desconectados de luchas más amplias. Hemos descuidado alianzas significativas con los movimientos por los derechos de las mujeres, la justicia racial, la justicia económica y la justicia queer, incluso cuando las luchas que enfrentamos están profundamente interconectadas.
Estar en la sala ya no es suficiente
Esta desconexión no es teórica. A menudo he tenido dificultades para conciliar las herramientas y estrategias de la incidencia internacional en discapacidad con la forma en que realmente trabajan los activistas de base.
Cuando iniciamos RedEsfera —una red latinoamericana de activistas locos— llevé mi caja de herramientas habitual: lenguaje de la CDPD, procesos de la ONU, marcos estratégicos de incidencia. Pero rápidamente me di cuenta de que muchos en la red no se veían reflejados en campañas globales o proyectos financiados por donantes. No hablaban el argot de la “inclusión de la discapacidad”.
Lo que importaba para la mayoría de mis compas era construir respuestas alternativas enraizadas en el conocimiento local y la experiencia vivida: desde redes de apoyo mutuo y talleres comunitarios hasta intervenciones artísticas y acción directa, moldeadas por las prioridades de la comunidad, no por agendas internacionales.
Esta idea es especialmente urgente hoy. En todo el mundo, los espacios para la incidencia se están reduciendo, ya sea por el autoritarismo o por crisis que debilitan a los gobiernos hasta el punto de que ya no es posible una formulación coherente de políticas. Si los donantes solo financian trabajo de incidencia, ¿qué se supone que deben hacer los movimientos en esos países?
Las últimas dos décadas se trataron de entrar en la sala, pero los últimos meses han dejado dolorosamente claro: estar en la sala ya no es suficiente.
Si alguna vez hubo un momento para replantearnos qué hacemos y cómo lo hacemos, es ahora. Necesitamos pensar de forma diferente, no solo sobre lo que defendemos, sino sobre cómo lo defendemos.
Necesitamos pensamiento loco
Los desafíos que enfrenta hoy el movimiento por los derechos de las personas con discapacidad no aparecieron de la noche a la mañana; se han ido acumulando durante años, y ciertamente no son exclusivos de nuestro ámbito.
Participar en el Symposium on Strength and Solidarity for Human Rights me ofreció una oportunidad poco común para dar un paso atrás y reflexionar sobre estas dinámicas con activistas y organizadores de todo el mundo, también sobre el activismo en discapacidad.
Mi experiencia en el Simposio —junto con años de conversaciones con mi amiga Akriti Mehta sobre el estado del sector— me dejó algo claro: estaba listo para alejarme del trabajo de políticas y volver al movimiento de discapacidad para las conversaciones más duras y profundas que sentía más cercanas a casa.
Por eso, Akriti y yo estamos iniciando Mad Thinking: queremos crear un espacio para la reflexión crítica, el aprendizaje y la solidaridad entre movimientos, para repensar el poder, construir nuevas narrativas, conectar luchas y, en última instancia, fortalecer la organización en discapacidad.
Esperamos que el nombre —además de reflejar nuestras identidades locas— evoque la necesidad de ideas disruptivas, de estar enojados con el mundo tal como es, e imaginar futuros que durante mucho tiempo se han descartado como demasiado locos para el mundo real.
Demasiado a menudo, los espacios donde la resistencia debería prosperar han quedado en silencio, caminando de puntillas alrededor de las instituciones por miedo a perder el poco acceso que queda. Queremos crear un espacio para un Pensamiento Loco colectivo.
El futuro está pasando. La única pregunta es: ¿Tenemos demasiado miedo para darnos cuenta o seremos quienes lo moldeemos?
Mi entusiasmo ha vuelto. Y tengo unas ganas locas de cambiarlo todo.
Puedes leer la versión en inglés aquí.
Referencias
Judy Heumann es una pionera activista estadounidense (1947–2023), considerada la “madre del movimiento por los derechos de las personas con discapacidad”; impulsó el Americans with Disabilities Act (ADA) de 1990.
Kalle Könkkölä es un político y defensor finlandés, (1950–2018), primer miembro con discapacidad en el Parlamento de Finlandia (1983–1987). Fundador de la Fundación ABILIS que apoya proyectos dirigidos por personas con discapacidad, centrada en derechos humanos y vida independiente.
Alice Wong es una activista, escritora, creadora de contenido; (n. 1974), fundadora del Disability Visibility Project.
Shatha Abu Srour es una Activista palestina con discapacidad que intervino en el Parlamento Europeo (2025) representando a la Palestinian Disability Coalition.
Akriti Mehta tiene un PhD en Metodología de Investigación Social en la London School of Economics (LSE), con tesis sobre movimientos de discapacidad psicosocial en India; investigadora en el Center for Mental Health, Human Rights, and Social Justice, Universidad de Essex; -Co-directora de *Mad Thinking.